miércoles, 15 de octubre de 2008

EL PALILLERO

En el fondo del cajón del escritorio, mientras me dedicaba a desalojarlo de las mil cosas que se van acumulando con el mañana lo ordenaré -y ese mañana jamás termina de llegar, añado- apareció una cajita que diríase esperaba pacientemente ser abierta y su interior ser usado por mí.

Durante unos días, un cambio de mobiliario me tuvo con el pc desmontado, y cada parte por un lado. Esta habitación, pequeña, se quedó casi vacía para poder montar el mueble nuevo. La casa es también de tamaño reducido, y cuando se quiere llevar a cabo algún tipo de reforma, el movimiento de muebles se traduce en una estrategia completa.

Así que, de momento, al ver la cajita la coloqué con más cosas que iba sacando, guardando unas y desahuciando otras. La idea de limpiar la estilográfica, reseca tras un año sin usar, y poder escribir algo con ella me estuvo rondando la cabeza. Pero, como digo, la falta de espacio donde incluso poder apoyar el cuaderno, me obligó a aguardar el momento.

Hoy, por fin, ya estaba la mesa montada y también el pc, con sus conexiones y periféricos funcionando. Fue este mediodía, poco antes de la hora de comer, que busqué mi cuaderno, un bloc, de hojas tamaño din-a4 y cuadriculadas. Tras limpiar, a la vieja usanza la plumilla, dejando que el agua entre por las articulaciones de la pasta con el metal, y además que corra directamente del grifo por el tubito.

Mientras veía cómo el agua del lavabo se teñía de azul, señal de su efectiva limpieza, me vinieron a la memoria aquellos palilleros que, aprovechando descuido de padres y hermanos –sobre todo de progenitores- utilizaba para escribir alguna cosilla. Puede suponer el lector que la cosilla en cuestión, no le hacía la competencia al Quijote ni de lejos. No era la creatividad lo que me movía a utilizar clandestinamente el palillero, generalmente frases carentes de sentido y totalmente triviales, sino la belleza de caligrafía que emanaba de aquel útil de escritura y cuyo uso me estaba vetado por mi corta edad, apenas siete años.

A pesar del mucho tiempo transcurrido, aún me parece estar viéndolo. El palillero propiamente dicho, largo de forma cónica y en su vértice ligeramente mordisqueado. En el otro extremo, se insertaba la plumilla, muy similar a la de las estilográficas actuales, pero lo que sería el punto –dos piezas metálicas que se unen- era una sola, redonda y plana. Impregnabas dicha plumilla en el tintero y a medida que se deslizaba por el papel, surgía la caligrafía más bonita que haya tenido cualquier individuo, fuera cual fuera su tipo de letra.

Para mí, el palillero tenía un sutil toque mágico. Lograba convertir caligrafías que iban de anodinas a horribles, en auténtica belleza. Su contrapartida era el uso casi obligado del papel secante y un trapito para secar la plumilla. Además, de sumo cuidado para no verter el tintero. Eras un crío y usabas aquello a hurtadillas. Si te manchabas la ropa, la bronca de tu madre podía ser de época.

Mi gusto por el hecho de escribir era tal, que a los cuadernos escolares de mis hermanos –somos seis en total, tres mayores que yo- les arrancaba hojas. Pero mi desorden y descuido me delataban. El primero porque las hojas escritas aparecían por cualquier sitio y el segundo los dedos manchados de tinta resultaban pruebas irrefutables de mi delito.

Esto que cuento hasta ahora sucedía en casa. Mientras, en el colegio nos daban unos lapiceros para realizar todo tipo de escritura. Excuso contar la diferencia. Ciertamente, no tenía punto de comparación… salvo que te dedicaras a lo que es dibujar cada letra. Habría quien lo hiciera, no lo discuto. Yo no, puedo asegurarlo. Sin embargo, contaba con la ventaja de que podías enmendar el error con la goma de borrar, que si te venían los restos a la ropa, sacudías y se iban. Pero, ay, la caligrafía ya no era tan bonita.

Cuando ya cumplimos la edad para dejar de usar el lapicero, habían aparecido los bolígrafos. Unos tan baratos que le dabas a un pequeño resorte externo, empujaba un muelle y salía la punta de la carga. Pero que en más de una ocasión salían volando, desarmados, y en mitad de un examen o una clase más, tenías que levantarte a recoger las piezas.

Habían aparecido las estilográficas. Parece ser que el señor Watermans, un hombre muy pulcro él, y con afición a llevar palillero y tintero, estaba harto de ver cómo su ropa se echaba a perder por culpa del tintero. Así que diseñó un artilugio que pudiera bombear tinta en casa o en la oficina, y dejar el recipiente, sin peligro de mancharse. En otras palabras, inventó la estilográfica.

Después nació el bolígrafo. Similar, pero mientras que la estilográfica es porque la tinta impregna el llamado punto, el bolígrafo es una ruedecita minúscula que gira según se escribe, humedeciéndose de una tinta más espesa. Estos duran más en su carga. Los hay de precios muy populares, que escriben muy bien sin causar problemas… mientras no lo guardes cabeza abajo en el bolsillo de la camisa. Y también aquellos que más que una herramienta, es pura ostentación del propietario del mismo. Son de oro. De oro el envoltorio, cubren una carga más difícil de rebasarse, y que te llevas un disgusto de muerte si lo extravías o te lo roban. Estropeado, siempre adornan.

Pero con la capacidad de crear esa caligrafía, jamás se ha vuelto a inventar nada como el palillero.

Madrid, 15 de octubre de 2008

viernes, 3 de octubre de 2008

CON EL CLERO HEMOS TOPADO (II)

Cuando yo era niña, años sesenta, en el colegio, la asignatura de Religión era obligatoria. Una de las cosas que decían, y que siempre me causó cierta perplejidad, era que los niños que no habían recibido el bautismo, como no se les había limpiado el pecado original, iban a un lugar llamado, LIMBO, donde no tenían ni pena ni gloria. "En el cielo -nos decían- no pueden entrar almas con ningún tipo de pecado". Como se dice, admitamos pulpo como animal de compañía.

Resulta que hace ya algunos meses, el actual Papa, Benedicto XVI, un día dijo que ese famoso LIMBO, simplemente, no existía. No era dogma de fe y se podía suprimir.

Vayamos por partes. Los sitios existen o no existen. Las situaciones se dan o no se dan. Pero este manojo de contradicciones es muy fuerte. Bien. Los niños que mueren sin bautizar en cualquier parte del mundo, ya no van al limbo, pues de un plumazo lo hemos borrado.

¿Van al cielo, ya que los otros dos no les corresponde ni de lejos, purgatorio e infierno? Si al cielo van, y en el cielo no puede entrar alma contaminada con algún pecado, y según también la doctrina, todos nacemos con el pecado original... ¿pasan por una puerta trasera, o también San Pedro los recibe? ¿O es que tal pecado original no existe y sólo fue un vano intento de justificar lo que no entienden y han prolongado a lo largo de los siglos?

Que además analicemos el pecado original. Según Génesis, fue porque "no comais del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal". Pero hicieron esa distinción, la del Bien y la del Mal. Maduraron. Dejaron de ser niños. Se convirtieron en adultos. Y "Ciencia", es decir el conocimiento, la sabiduría. Alguien me explique dónde está el pecado. ¿Mejor permanecer ignorantes, inconscientes de nuestras personas? ¿No será, más bien, el miedo de los que dirigen a que el pueblo adquiera ese conocimiento, que durante la larguísima Edad Media brilló por su ausencia y fue causa de tanta persecución de brujas, de herejes...?

El caso que... ¡con el clero hemos topado!

CON EL CLERO HEMOS TOPADO (I)

En cualquier asociación, del tipo que ésta sea, tanto derecho asiste la jerarquía de admitir y expulsar, como al miembro común de permanecer o marcharse. Sin embargo, en este país reacio a todo lo que huela a simple libertad, y a pesar de los años ya transcurridos desde la muerte del dictador, una vez más la jerarquía eclesial quieren ejercer su aplastante poder sobre el ciudadano. Pues, según una sentencia creo que del Tribunal Supremo, resulta que la Iglesia tiene todo el derecho del mundo a restringir union, pero el católico no la tiene a marcharse.

Es el colmo de la prepotencia. No hay mayor arrogancia, para quienes hablando de caridad se dedican a condenar cualquier actitud sin un mínimo de preguntarse "por qué". Así que quien quiera apostatar, ya que no puede hacerlo por la vía de presentarse al arzobispado para decir "me voy", se verá obligado a hacer o decir algo -y contarlo a los cuatro vientos, claro está- que sea motivo de expulsión.

Con el Derecho Canónico en la mano, ver qué prohíbe expresamente la Iglesia bajo pena de excomunión, hacerlo y decirlo. Da igual de qué se trate. Añadir el agravante -por llamarlo de alguna manera- "me dio la gana y lo hice, y no quiero tu perdón, hipócrita".

Si no me equivoco, a fé mía, que todo empezó hace tres años o así, cuando en España se legalizó el matrimonio homosexual y que las operaciones y tratamientos de los transexuales, pudieran ser por la Seguridad Social en todo el país, y no solo en algunas comunidades autónomas. En aquel orgullo gay muchos firmamos apostasía, que fue nuestro grito de rebeldía ante la intolerancia de la Conferencia Episcopal, negándonos, simple y llanamente, el derecho a ser felices, sin mentiras ni tapujos. Vivir la vida conforme a sentimientos nobles con quien nos ame y amemos. Tener hijos -adoptados o vía artificial- y la dicha de la paternidad.

Y nos llaman degenerados por "ser" quienes a los abusadores de menores los tapan y ocultan, sin entregar a la Justicia.

Tanta homofobia en la Conferencia Episcopal, tan radical, me lleva a preguntarme cuántos homosexuales reprimidos -reprimidos de cara a la galería, claro- habrá en las filas clericales.